Análisis | Unbreakable Kimmy Schmidt // Temporada 4

En el núcleo de Unbreakable Kimmy Schmidt hay una crisis de identidad que nunca se terminó de resolver. Tres Kimmys distintas que aprovechan distintos aspectos de las infinitas dotes cómicas de Ellie Kemper, pero a la vez conspiran una contra otra, desinflando la serie cada vez que amenazó con ponerse buena.

La Kimmy de los primeros capítulos es la menos graciosa, pero a la vez la que menos se parece a otros personajes de comedia. Esa Kimmy es una fuente de optimismo criada con sitcoms de Disney, novelas de Sweet Valley High y la revista “Tiger Beat”, que funciona como un espejo correctivo del cinismo de los demás personajes.

Pero la tensión cómica necesita sí o sí un poco de crueldad, y los guionistas pronto hicieron de Kimmy el remate del chiste, una excusa para parodiar la cultura descartable de los ‘90 que nos dio maravillas como el disco “Now That Sounds Like Music”, cargado de hits parecidos (pero legalmente distintos) a los éxitos de la década. Grandes chistes, los mejores de la serie, pero que podrían haber funcionado igual de bien en 30 Rock que en Kimmy Schmidt.

Y finalmente hay otra Kimmy, la más compleja, la que nos enganchó desde el principio de la serie. La mujer de 30 años que tiene que enfrentarse a su historia de abuso sexual, a una adolescencia que no pudo procesar del todo, a su propio sentido de justicia que no se condice con el mundo que la rodea. La que no quiere que su trauma la defina pero a la vez no puede avanzar sin resolver emocionalmente lo que sufrió a manos del “reverendo”.

Esa era la Kimmy que, de alguna forma u otra, tenía que cerrar su arco en la cuarta temporada, y es en esa conclusión que (a pesar de los intentos del equipo de guionistas liderado por Tina Fey) el final deja gusto a poco. Una historia que se termina simplemente porque se quedaron sin ideas y el potencial cómico de los personajes terminó de agotarse.

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Eso se nota especialmente en Titus, un personaje brillante que funciona mejor en dosis pequeñas, y aún así en las últimas dos temporadas se lleva capítulos enteros, algunos magistrales (el de la verdad sobre “Cats”) y otros tan malos (el de la obra de teatro escolar) que daban ganas de dejar de ver la serie por completo.

Titus suele ser víctima de esa pulseada típica de serie norteamericana entre el instinto narrativo serial de ver evolucionar las historias individuales versus la necesidad de los veteranos de comedia de sketch de mantener a los personajes idénticos al inicio del capítulo siguiente. Titus y Jackie vivían grandes revelaciones que necesariamente se borraban para que volvieran a ser los monstruos egocéntricos que la serie necesita que sean, y la que más sufría con estos reseteos forzados era Lillian. La primera vez que esta neoyorquina insensible se quebró fue conmovedora. Cuando lo empezó a hacer cada dos capítulos parecía una broma a cuesta de los espectadores.

La cuarta temporada se emitió en dos partes de seis capítulos cada una. La primera entrega continuaba los peores instintos de la tercera temporada, introduciendo a “Giztoob”, una parodia insípida de la industria de la tecnología (imperdonable en un mundo en el que existe “Silicon Valley”) que al menos sirvió como una excusa para que la serie apunte al blanco en el que pegó con mayor certeza: la masculinidad tóxica.

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Un detalle extraño de esta última temporada es que sus peores episodios son los más ambiciosos formalmente. “Sliding Van Doors” juega a mostrarnos un mundo en el que Kimmy nunca se metió en la camioneta del reverendo, y a pesar de que dura interminables 45 minutos, pierde por completo la esencia del personaje y se limita a repetir reflexiones superficiales sobre el destino. En sus momentos más endebles, el capítulo parece sugerir la insensatez de que la estadía de Kimmy en el bunker no fue del todo negativa.

Aún peor es “Party Monster: Scratching the Surface”, una parodia a documentales policiales estilo “Making a Murderer” dedicado al personaje del reverendo, que trata a este monstruo como un personaje cómico más, cuando lo mejor de sus breves apariciones había sido la violencia tangible y real que Jon Hamm sugiere detrás de la caricatura. Por suerte toda la historia del reverendo y su libertad se descarta en la muy superior segunda mitad de la temporada.

Quizás la búsqueda narrativa que más se extraña es la necesidad de Kimmy de expresarse como ser sexual. El mejor tramo de la serie está en la relación que no pudo consumar con Dong en la segunda temporada, y la posterior amistad que traba con su terapeuta Andrea (la misma Tina Fey).

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La serie nunca volvió a equilibrar tan bien la comedia con la casi insoportablemente dolorosa realidad de Kimmy, y por eso es que capítulos como “Kimmy is in a Love Square!”, en el que empieza una relación con un compañero de trabajo para pasar más tiempo con los tradicionalistas padres de él, trivializan el personaje y el trabajo de Ellie Kemper. No es casualidad que aquel capítulo del hotel sea el que le hizo ganar su segunda nominación al Emmy.

Aún con todos los defectos de esta temporada, el último capítulo logra recuperar esa esencia. La ametralladora de chistes de Fey y Robert Carlock baja su ritmo para que impacten con mayor fuerza los cierres de los arcos individuales. Kimmy logra canalizar su experiencia a través de la literatura en una línea narrativa apresurada pero efectiva, y cada personaje alcanza su merecido momento catártico.

A pesar de su elenco sublime y una premisa absolutamente original, Unbreakable Kimmy Schmidt terminó sucumbiendo a la tendencia en la que cae la sitcom americana post-Cheers, que es contar siempre la misma historia: un grupo de perdedores y descastados sociales se convierte lentamente en una familia disfuncional. La moraleja podría ser que “la verdadera familia es la que uno elige”.

Es la historia de 30 Rock, la de Parks & Recreation, y la de sitcoms tan disímiles como The Big Bang Theory o You’re the Worst. Quizás sea así porque es la única historia que sus guionistas conocen, la del chico de pueblo incomprendido que se autoexilia a la gran ciudad y se encuentra con almas gemelas con las que forma una comunidad con sus propias reglas y ataduras emocionales. En esta estructura padres, pareja, amigos de la infancia terminan siendo influencias negativas, obstáculos para el mito de autocreación de cualquier guionista que se precie.

Es una historia que escuchamos demasiadas veces. Es más – la mejor versión está en “Bossypants”, la excelente autobiografía de Fey.

Y es una linda historia.

Pero no es la única historia.

Y no era la historia de Kimmy.