Jugué religiosamente Animal Crossing: New Horizons por sesenta y algo de días. Empecé el 20 de marzo, mítica fecha de lanzamiento, no solo porque coincidió con la llegada de Doom: Eternal, también porque fue el comienzo de la cuarentena en Argentina. La nueva aventura nintendera nos vino como anillo al dedo y la isla se perfiló desde el principio como un proyecto a largo plazo que parecía que no íbamos a soltar jamás. Y, de hecho, muchos no lo soltaron nunca. Pero yo sí terminé haciéndolo, no por aburrimiento sino porque, como con todas las rutinas, a veces hay que cambiarlas.
Pero volví. Después de varios meses sin tocarlo, retomé Animal Crossing: New Horizons. Y reconozco que una de las razones principales porque las que retrasé mi regreso fue porque sabía que era todo un trámite volver a la isla. Maleza crecida, vecinos ofendidos, Tom Nook haciéndome reclamos. Iba a ser divertido, sí, y sabía que muchísimas novedades me esperaban para cuando volviera, pero tampoco me podía sacar la culpa de haber dejado a mitad de camino mi proyecto creativo, la isla en sí misma.
Pero estaba equivocada. Me espera una labor importante para reacondicionar la isla y la infestación de cucarachas que tomó mi casa me pegó directo en la fobia. Sin embargo, esto no quita que haya sentido este regreso como la vuelta a un hogar. Es una sensación difícil de explicar. Se parece a la nostalgia, pero sin el aroma a recuerdos pasados. Es volver a un espacio en el que estaba cómoda.
La razón por la que Animal Crossing: New Horizons es, sin dudas, mi juego del año, es porque lo viví más como un evento que como un videojuego. Un ritual diario, que a veces se llevana horas de mí y a veces solo unos minutos. Sensaciones de cuarentena hubo y hay muchas, pero todas se esfuman en cuestión de semanas. Me prendí a Fall Guys, sigo enganchadísima con Among Us y hace dos días que mis tiempos libres están dedicados a Genshin Impact. Sin embargo, ninguno de estos me regaló la magia de Animal Crossing.
En los últimos dos meses, mi vida cambió mucho, por motivos personales y por las crisis cuarentenales que todos enfrentamos al menos una vez. Retomé viejos hábitos, me alejé de algunas personas, me acerqué a otras, y terminé disfrutando más de los juegos multijugador justamente porque son mi forma de conectar a diario con mis amigos. A veces una no está con la cabeza como para zambullirse en experiencias inmersivas y solitarias como algún RPG eterno por más tiempo libre que tengamos gracias a la pandemia.
Entonces, en algún momento sentí que no estaba para Animal Crossing. Y cuando sentí que sí lo estaba, retrasé el regreso porque pensé que era un plomazo volver. Y al final no fue así. De hecho, estoy contenta de haberme tomado mi tiempo. Detrás de la desprolijidad y el abandono que estoy remendando poco a poco, al volver me esperaban descubrimientos como poder nadar en el mar, que fue lo primero que me contó Isabel cuando entré a la isla. Mis vecinos favoritos no se habían ido tampoco y, de hecho, pude decirle a la conejita Rubí que se quedara cuando me echó en cara que me desaparecí y me dijo que quería irse de la isla. También me topé con la los eventos de primavera y en unas semanas me espera Halloween.
Si algo habla bien de Nintendo y del juego, eso es la capacidad que tienen de mantener pegada a la comunidad. Si nunca tuviste ganas de irte, supieron como mantenerte enganchado. Y si te fuiste como yo, las actualizaciones que hubo en el medio se aseguraron de que el regreso se sienta como estar jugando un juego totalmente nuevo. Animal Crossing ya no es trending en Twitter, pero sigue habiendo muchas razones para seguir jugando.
Hay insectos y peces que no conozco, personajes nuevos y una promesa de muchas más sorpresas que están por venir. La única pena de mi regreso fue descubrir que Pit todavía no se había ido. El para nada simpático perro sigue viviendo en la misma esquina de mi isla donde lo dejé en junio. Meses sin hablarle, ¿para qué? Ya me estoy quejando de un villager que no me gusta… señal de que volví a funcionar en modo Animal Crossing.