La pregunta del título puede sonar un tanto zonza, pero a la vista de los recientes acontecimientos (y el outrage en las redes sociales), nunca está de más tratar de echar un poco de luz sobre estas cuestiones e intentar analizar quien tiene la razón (claro que nadie, o todos) cuando se trata de estos fenómenos culturales que trascienden las pantallas. En épocas donde los fans más férreos se vuelcan a plataformas como change.org para “exigir” cambio de directores y/o actores de sus franquicias favoritas, cortes cinematográficos que nunca llegarán a las salas, o la reescritura de una temporada televisiva que no se amolda a sus estándares, está bueno separar la paja del trigo, dejar a estos lunáticos extremos de lado, y abrazar nuestros propios gustos y disfrute, así también como las opiniones del otro, sobre todo aquellas bien justificadas que entran dentro de cierto consenso.
La pica entre público y crítica (léase opinión experta y opinión popular, si quieren) no es algo nuevo, ni va a terminar porque nosotros lo deseamos, pero acá la discusión pasa por otro lado y tiene mucho que ver con la entidad que le damos a nuestros objetos de deseo y la decepción que nos causan si el resultado final no está cerca de nuestros anhelos. Pasa con las películas y pasa con las series de TV en las que invertimos muchísimo más tiempo. La realidad es que ninguno de estos productos puede dejar a TODOS contentos, aunque también los responsables detrás de las cámaras deben aceptar un poco de la culpa y el desencanto de los fans cuando su criatura se descarrila tanto como esta octava temporada de “Game of Thrones”.
No vamos a recordar finales controvertidos como el de “Lost” o mal llevados como el de “Dexter”, mucho menos comparar los guiones de David Benioff y D.B. Weiss con los afilados libretos de Vince Gilligan para “Breaking Bad” (claro que lo estamos haciendo), pero dejen que aquellos que venimos bancando este proyecto desde el año 2011, nos indignemos tranquilos cuando vemos a nuestros personajes favoritos morder la banquina como lo viene haciendo durante esta temporada. Una entrega más preocupada por acabar, para que sus creadores puedan concentrarse en el próximo punto de su agenda (“Star Wars”), que en cerrar satisfactoriamente los arcos que se merecen estos protagonistas. Y no que se “merecen” porque así los queremos/deseamos nosotros desde este lado, sino que se hagan eco del desarrollo progresivo y natural que debe desprenderse del planteo que nos vienen haciendo a lo largo de quichicientos episodios.

Nadie está discutiendo realmente el hecho de que Daenerys Targaryen termine en modo “Mad Queen te quemo el rancho porque me miraste feo”, que muchos veían anticipando desde que le tomó gustito al poder (o desde que nació, para el caso); acá el problema es cómo llegamos del punto A al punto B, cuando en el medio tuvimos un punto C que nos quería hacer creer lo contrario (¿ahí está la trampa narativa?). Tras años de estrategias, deliberaciones, pérdidas, fracasos y victorias, los habitantes de Westeros quedaron sujetos a los caprichos del destino mucho más que a sus decisiones (y las consecuencias de estas), entendiendo por “caprichos del destino” a las resoluciones creativas de sus guionistas y showrunners.
Algún día leeremos (o no) que loca vuelta de tuerca (y desarrollo mejor o peor llevado) se le ocurre a George R.R. Martin, pero hace rato que ya no valen las comparaciones con la saga literaria porque este es un animalito diferente. Como toda adaptación, posee vida propia, más cuando no tiene de dónde agarrarse y utiliza la “imaginación” porque su creador se puso en vago a la hora de terminar las novelas que sirven de material de base. ¿Hubiera sido diferente si Dan y David contaban con el mapa completo de “Canción de Hielo y Fuego”? Seguramente que no, porque los realizadores optaron por el camino de la espectacularidad y el golpe de efecto -parafraseando a Ignacio Esains, lo sorpresivo por sobre lo sorprendente-, haciendo a un lado mucha de la coherencia que mantenía a este universo bien aceitado en sus primeras cuatro temporadas.
Y ahí está el quid de la cuestión: no por ello dejamos de disfrutar lo que estamos viendo en la pantalla, ni queremos crucificar a los creadores, pero sí podemos exigir (al aire, obviamente) cierta calidad artística cuando se trata de un producto tan elevado desde su valor de producción y su repercusión en la cultura pop. Sí, es ficción, y sí, tiene inspiración en ciertas conductas y contextos del medioevo, pero nada está escrito en piedra como, por ejemplo, seguir justificando la misoginia y otras cuestiones de género que siguen estando y siempre estuvieron presentes, incluso desde los libros de Martin. La representación en “Game of Thrones” es un tema que merece un discusión aparte, pero muchas de las decisiones incorrectas y la percepción que tiene el público ante ellas (no hace falta mencionarlas, para eso están los análisis semanales) viene por este lado, sumando más confusión y bronca.

Un montón de factores que se acumulan anticipando el ¿desastre? que podría resultar uno de los finales más esperados de todos los tiempos. Desastroso, no porque no se adapte a nuestros propios caprichos y al ideal que nos formamos en nuestras cabezas, sino porque ya no responde del todo a ese show del que nos enamoramos año tras año a pesar del exceso de tetas y la muerte de la mayoría de los personajes principales.
Un par de capítulos malos no arruinan la experiencia de ocho temporadas. Un final insatisfactorio no nos va a llevar a quemar nuestros Funkos y remeras alusivas, pero sí a recapacitar un poco más sobre nuestra relación con estos productos culturales tan potentes, nuestras reacciones en las redes y, sobre todo, cómo nos conectamos con el otro cuando creemos tener la verdad absoluta. Valar Morghulis, incluso esta serie televisiva.