Seamos sinceros, nadie recuerda con mucho cariño (o mejor dicho, nadie recuerda) la segunda temporada de “True Detective”. Todos seguimos enganchados con esa oscurísima primera entrega, la sordidez de Luisiana, los conflictos de Martin Hart (Woody Harrelson) y Rustin Cohle (Matthew McConaughey), el enigmático Yellow King (El Rey Amarillo) y la destreza visual de Cary Joji Fukunaga, director de esos primeros ocho capítulos.
El drama policial creado por Nic Pizzolatto decidió volver este 2019 y, de alguna manera, retomar muchos de los elementos de aquel primer experimento, concentrándose muchísimo más en los protagonistas que en el “caso” de turno. Esta es la clave del éxito de una gran temporada que podría haber sido perfecta de no ser por las manipulaciones narrativas y una resolución “detectivesca” no tan satisfactoria como el resto de las tramas.
Después de vendernos una conspiración y un cruce aleatorio con los hechos de la primera entrega, “True Detective” nos deja un final ‘feliz’ para Julie Purcell y, en parte, para los detectives involucrados que pasaron más de tres décadas tratando de encontrar la verdad, a riesgo de perder su propia alma por el camino. El caso de estos hermanitos comienza en 1980, en una localidad bastante pobre de Ozarks (Arkansas), cuando el cuerpo del pequeño Will Pucell es encontrado en las inmediaciones del bosque, y su hermanita desaparece sin dejar rastros.
El caso conmueve a la ciudad, y aún más a los oficiales encargados de la investigación que, poco a poco, empiezan a desentrañar un drama familiar repleto de callejones sin salida. En medio de apuros políticos y encubrimientos locales, Brett Woodard (Michael Greyeyes), un chatarrero de la zona con bastante estrés post traumático acumulado tras los horrores de Vietnam, se convierte en el chivo expiatorio de la policía, tras un ataque violento que deja una decena de víctimas.
Wayne Hays (Mahershala Ali) y Roland West (Stephen Dorff) pagan las consecuencias, directa e indirectamente, pero nunca se terminan de convencer de que Woodard es el verdadero culpable del destino de los Purcell. Sus sospechas poco pueden hacer contra las pruebas (implantadas) y las decisiones gubernamentales que resuelven cerrar el caso y degradar a Hays después de la filtración de esta información a través de un artículo periodístico de Amelia Reardon (Carmen Ejogo), maestra y aspirante a escritora que tiene muy buena química con el detective.
La singularidad de esta tercera entrega de “True Detective” es su intrincada estructura narrativa que nos pasea por tres temporalidades muy diferentes, siempre a través de la mirada de Wayne: el pasado de 1980; el caso que reabre una década después tras la aparición de nuevas pistas y el posible avistamiento de Julie; y el presente de 2015, donde el viejo detective intenta rememorar los hechos y acomodar sus ideas cuando aparece una directora que lleva a cabo su propia investigación. En retrospectiva, el personaje de Elisa Montgomery (Sarah Gadon) resulta ser un tanto random y una mera excusa para que Hays retome el caso y se haga eco de ciertos detalles más recientes como el hallazgo del cuerpo sin vida de Dan O’Brien (Michael Graziadei), primo de Lucy Purcell (Mamie Gummer), quien llegó a estar en la lista de sospechosos.
Al final, lo único que importa es esta línea temporal del presente donde Wayne lucha contra sus constantes desvaríos y lagunas mentales, no sólo para tratar de darle un cierre a esta investigación que lo atormenta, sino para concluir con muchas cuestiones personales ligadas al caso de manera indirecta como la relación con su compañero, trunca después de la muerte de Harris James (Scott Shepherd) -ex policía que terminó trabajando en la seguridad privada de Edward Hoyt (Michael Rooker), y uno de los principales responsables del encubrimiento que rodeó la muerte de Will y el secuestro de Julie-; y sobre todo, su matrimonio con Amelia, plagado de recriminaciones, resentimientos, dudas y traumas bélicos que Hays nunca pudo exorcizar de forma correcta.
Ya es un poco tarde para enmendar las cosas con Amelia, pero ella sigue estando presente en sus propias fantasías/pesadillas (digamos que es la voz de su consciencia) y ese libro plagado de pistas que él nunca llegó a terminar de leer. Lo que le queda, es la ayuda de su hijo Henry (Ray Fisher) y ese reencuentro con Roland, al menos, hasta que los recuerdos se borren por completo o ya no distinga pasado de presente. Pizzolatto y compañía hacen demasiado hincapié en la condición de Wayne, a veces para despistarnos y otras para jugar con la narrativa. En la mayoría de los casos, y en los primeros episodios de la temporada, funciona muy bien, pero el recurso se gasta fácilmente, y esa última escena junto a Julie podrá favorecer el futuro de la chica, pero no las expectativas del espectador, que esperaba una resolución menos simplista.
El ritmo de la temporada nuca es un verdadero problema, salvo algunos momentos innecesarios o escenas que nada aportan a la trama. El problema es que pasamos varias décadas rejuntando pistas y atestiguando como desaparecen sospechosos e involucrados, todo para que la resolución nos llegue en una última confesión y un hallazgo un tanto azaroso de dos viejos detectives que ya no tienen nada que perder. Ese misterio que logran construir a lo largo de ocho episodios muy bien delineados y maravillosamente actuados por Ali, Dorff y Ejogo, se desluce en pocos minutos y pierde la contundencia de todo ese desarrollo.
Al final, el caso de los Purcell es una excusa para examinar las culpas, los traumas, la naturaleza humana y el tiempo como el enemigo más implacable. Jeremy Saulnier (“Hold The Dark”), Pizzolatto y Daniel Sackheim (“Better Call Saul”), los tres directores de esta temporada, hacen un gran trabajo para entregar una historia coherente y pareja desde su aspecto visual y su narrativa, paseándonos una vez más por la América profunda, los lugares de poder y las miserias del “white trash”, que tanto obsesionan a Nic, aparentemente.
El saldo es positivo, más allá de su final, gracias a la pareja protagonistas, su introspección y un misterio bien llevado, al menos, hasta que nos pinchan la burbuja.