Dramas biográficos siempre los hubo y no dejará de haber. Algunos son contundentes y analíticos como “Toro Salvaje” (Raging Bull, 1980) o “Malcom X” (1992), otros se toman demasiadas licencias narrativas -te estamos mirando a vos “Bohemian Rhapsody” (2018)-, y están lo que juegan con la misma mitología de su “objeto de estudio” y entregan una estética, desde el vamos, más interesante, como la lisérgica “Pánico y Locura en Las Vegas” (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998). La mayoría son historias intrascendentes que no aportan mucho más a lo que podemos encontrar en cualquier biblioteca, y es ahí donde cae “Tolkien” (2019), una biopic tan insulsa como aburrida.
El ignoto director Dome Karukoski se mete de lleno (o no tanto) en los años formativos de John Ronald Reuel Tolkien (Nicholas Hoult), creador de la Tierra Media y uno de los autores fantásticos más renombrados de todos los tiempos. El realizador chipriote nos pasea por su infancia tras el establecimiento de su familia en Inglaterra (el pibe nación en Sudáfrica), la impronta de la muerte de su mamá, su paso por la casa de acogida de la señora Faulkner (Pam Ferris) donde conoció a su futura esposa, Edith Bratt (Lily Collins), y sobre todo, la influencia de sus compañeros de la King Edward’s School, una escuela carísima donde encajaba poco y nada, pero donde comenzó su verdadero recorrido artístico después de frecuentar a Rob Gilson (Patrick Gibson), Geoffrey Bache Smith (Anthony Boyle) y Christopher Wiseman (Tom Glynn-Carney), con quienes fundó la T.C.B.S., cofradía secreta conocida como el Club de Té y Sociedad Barroviana (Tea Club and Barrovian Society).
Estos son los ejes de “Tolkien”: el constante intercambio literario (todo muy rococó e intelectualoide) con sus amigos de juventud, y el accidentado romance con Edith, dama de compañía a la que no tenía mucho para ofrecer, pero quien se convirtió en inspiración de personajes como Lúthien Tinúviel y Arwen Evenstar, gracias a su espíritu libre y un tanto aguerrido. Todo dentro de una atmósfera bastante inocua y sin matices, que pinta al autor como un verdadero héroe trágico, perseguido por los fantasmas de su pasado y su niñez, sumados a las traumáticas experiencias de la Primera Guerra Mundial, un punto de quiebre para su trabajo a futuro y esa “comunidad” que excedió el colegio y llegó hasta la universidad.
Tanto Karukoski, como el guión de David Gleeson y Stephen Beresford, desaprovechan la oportunidad de jugar un poco más con el imaginario creado por J. R. R. e introducirlo dentro de una narrativa que, desde el vamos, no tiene mucho para ofrecer. Sí, hay algunos indicios de sus terroríficas criaturas, y de aquellas que no lo son tanto, pero todo enmascarado en el drama romántico más genérico que se pueda encontrar en la pantalla grande.
El director le presta la debida atención a cada uno de los detalles “escenográficos” de las primeras décadas del siglo pasado con sumo cuidado y recrea una época donde las mujeres, al parecer, no cortan ni pinchan. También se da el lujo de llevarnos a las trincheras y esa cruenta Batalla del Somme, imágenes eclipsadas (incluso) por la Tierra de Nadie de “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017). Culpamos a Patty Jenkins, que nos arruinó esa visión para siempre.
Chistecitos aparte, la realidad es que ninguna de estas experiencias se ve reflejada con dramatismo (o cualquier otra emoción) en la pantalla y el personaje de Tolkien. No vamos a culpar a Hoult, que hace lo que puede con lo que tiene y la viene remando desde “Un Gran Chico” (About a Boy, 2002), y cuyo resultado es un protagonista absolutamente chato que exuda todos los convencionalismos de manual de los que los realizadores pudieron echar mano. Tampoco podemos achacarle muchos errores a Collins y su Edith, una mera excusa para meter un poco de romance en una película que nunca encuentra el tono ni las aristas desde donde quiere encarar esta historia condescendiente.
A “Tolkien” se le nota el presupuesto acotado y ese freno que se pone el director a la hora de dejar volar su inventiva narrativa. Igual, no es un pretexto valedero, ya que por la misma cantidad de dólares, Marc Foster pudo sumergirse con muchísimo más éxito en el imaginario de Sir J.M. Barrie en “Descubriendo el País de Nunca Jamás” (Finding Neverland, 2004). Las comparaciones son odiosas, y acá no hay tantos puntos de conexión que digamos, pero sirve como ejemplo para demostrar que se pueden contar estás aburridas historias de época con un poco de imaginación y alguna vuelta de tuerca, mucho más cuando el protagonista en cuestión hizo tanto por la literatura y los universos fantásticos.
Podemos suponer que tampoco es la idea de Karukoski, quien se apega a un relato más ‘realista’ que va y viene en el tiempo, y que omite siempre que puede muchas de las posturas más controvertidas de J. R. R. Como ya dijimos, “Tolkien” es un film inofensivo que no aporta mucho sobre el autor de “El Hobbit” y “El Señor de los Anillos” (The Lord Of The Rings). Hace mucho hincapié en todas sus influencias (guarda que la originalidad se nos pierde por el camino) y adorna todo con los encuentros amorosos de la parejita que, seamos sinceros, nunca logra representar ese peligro constante del distanciamiento.