Para bien o para mal, The Outer Worlds parece un juego congelado en el tiempo. Como si alguien en Obsidian hubiese perdido en un cajón el mejor RPG de 2006 y hoy nos llegara en una versión remasterizada, que detrás de una ligera pátina de modernidad esconde un clasicismo acogedor y a la vez irritante.
No falta ambición en este juego de rol de mundo semi-abierto (de los creadores de Fallout: New Vegas) que busca conjugar las tres tradiciones principales del género. Por un lado, los mundos expansivos, inabarcables de los juegos de Bethesda, que te permiten jugar a tu manera ignorando la historia principal. Por otro, la construcción meticulosa de mundo y los textos literarios que son marca registrada de Obsidian. Y finalmente, la estructura más cinematográfica y lineal de los juegos de BioWare, con un énfasis adicional en los compañeros de viaje y el sistema de combate.
Como es de esperar, The Outer Worlds no logra un equilibrio elegante entre esas tres filosofías incompatibles – y aún así está lejos de ser una decepción, ya que a pesar de sus múltiples problemas de estructura alcanza el más importante de sus objetivos: crear un mundo único, lleno de posibilidades. Quizás el universo de ciencia ficción más estimulante que se haya visto desde el Bioshock original.
La inventiva de The Outer Worlds empieza en su planteo visual, coherente y a la vez difícil de atar a una sóla tradición de la ciencia ficción. No es exactamente steampunk, tampoco dieselpunk, ni el homenaje a los edulcorados ‘50s de Fallout. Imaginate que los catálogos de Red Dead Redemption 2 cobraran vida de la mano del diseñador de la serie original de “Star Trek”. Una cruza entre “Firefly” y “Snowpiercer”. El colorido pulp de la película de los ‘80 de “Flash Gordon” matizado por la opresión burocrática de “Brazil” de Terry Gilliam.
De alguna forma el equipo de arte logra conjugar todas estas influencias en un estilo visual que se adapta tanto a estaciones espaciales que flotan en el espacio como a pueblitos desérticos e imponentes ciudades art decó. Como en cualquier juego tipo Fallout, vamos a pasar horas abriendo cajones y roperos en busca de cositas para comer, vender o disparar, y se agradece el infinito nivel de detalle puesto en el diseño de cada objeto.
Quizás es una paradoja que ese mismo artificio, esa onda que hace a The Outer Worlds tan distinto a los demás juegos del género tiene el efecto secundario (quizás accidental) de hacer que la experiencia nunca sea inmersiva del todo. Es imposible sentir que estos sets de televisión, con luces de colores y plantas de plástico, son un espacio real. Es como si estuviéramos caminando sobre arte conceptual, y si la inmersión es una parte importante de lo que buscás en una experiencia interactiva, quizás la imaginación del juego de Obsidian se convierta en un obstáculo para tu diversión.
Ese diseño visual colorinche y recargado refleja a la perfección un universo en el que la estética positiva, “motivadora”, del mundo corporativo moderno terminó por consumir el total de la experiencia humana. En The Outer Worlds no hay Federaciones Estelares, comandantes espaciales, emperadores galácticos, sino que el poder está en manos de los mismos que toman las decisiones en nuestro propio presente distópico: CEOs, juntas administrativas – el management y sus subordinados.
La historia está ambientada unos 500 años en el futuro en el sistema solar de Alción, un conjunto de planetas semi-colonizados repartidos entre 4 o 5 corporaciones para las que los colonos no son más que un recurso prescindible. Y es que a pesar de que Obsidian insiste en que The Outer Worlds no es un juego político, a cada momento queda claro que la visión de los directores creativos Tim Cain y Leonard Boyarsky es una parodia descarnada del capitalismo salvaje.
A diferencia de la Vault-Tec de la serie Fallout, las corporaciones de The Outer Worlds son más que una oportunidad para la sátira. Cada una de ellas tiene una filosofía propia, un estilo de productos único, sus slogans y su estructura interna. Lo mismo pasa con las pequeñas rebeliones que nos encontramos en cada planeta, reacciones naturales a lo que los creadores identifican como la progresión natural de este sistema económico: una versión moderna de la esclavitud.
Nuestro personaje no está asociado ni con los pueblos ni con las corporaciones. En un inicio muy (¿qué más?) Fallout, se nos revela que somos uno de los sobrevivientes de la “Esperanza”, una nave que partió de la Tierra hace 70 años para colonizar Alción, repleta de científicos, ingenieros, y filósofos, pero que por alguna razón se perdió en el camino. Nuestro salvador resulta ser Phineas Welles, un científico loco bastante genérico que es la primera demostración de una ley que se repite a lo largo del juego: Obsidian es genial para crear mundos, no tanto para crear personajes memorables.
Welles nos suelta en nuestro primer pueblo y nos da algunos objetivos, pero todo es una excusa para empezar a recorrer este mundo con la misma libertad que esperamos de cualquier juego de este estilo – o quizás un poco menos. The Outer Worlds no es un juego de mundo abierto, sino que está dividido en grandes niveles a los que (eventualmente) se puede acceder desde un mapa general. Un poco como en la serie Mass Effect, pero con áreas del tamaño de las de los Deus Ex, en las que hay mucho más para explorar y una concentración mucho más densa de contenido por metro cuadrado. Aún así, recorrer el mapa más grande de punta a punta nos tomará, como mucho, diez minutos.
Esta no es una limitación técnica o de presupuesto, sino una decisión creativa. Es verdad que los mapas pequeños, compactos y cargados de contenido en los que cada objetivo está a media cuadra alimentan la sensación de distancia emocional de este universo que ya nos causaba la dirección de arte, pero al no tener enormes campos vacíos entre misión y misión el uso del “fast travel” se reduce al mínimo. Se pierde un poco de inmersión, pero se gana otro tanto.
The Outer Worlds no innova particularmente en la estructura básica de un Fallout. Podemos crear nuestro propio personaje, elegir de una (limitada) selección de rostros y rasgos, y llevarlo en una dirección inicial con sus atributos principales (inteligencia, fuerza, etc.). Ninguna de estas cosas es particularmente importante, ya que lo que realmente complementará nuestro estilo de juego son las habilidades. Cada vez que subimos de nivel recibimos 10 puntos para repartir entre “skills” que van desde armas pequeñas hasta persuasión, ingeniería, y hackeo.
El diseño de misiones de The Outer Worlds se siente siempre sólido. En estos juegos estamos acostumbrados a tener tres caminos posibles para alcanzar cada objetivo: sigilo, conversación y acción. Y en el juego de Obsidian cada uno de estos sistemas está tan bien implementado que no sólo generan vías posibles, sino que lo más probable es que usemos a cada momento una combinación de los tres.
La conversación es lo que Obsidian mejor sabe hacer. Cada uno de los (cientos de) personajes tiene una cantidad abrumadora de líneas de diálogo, y el juego presta atención tanto a nuestro tono como a la información que vamos descubriendo. Cada opción del jugador se siente distinta, y como podemos leer la frase completa antes de decirla, nunca hay sorpresas en la interacción. Con la excepción de algunos enemigos eternamente agresivos, es posible negociar cada conflicto – mientras tengamos, claro, nuestras habilidades distribuídas de forma correcta.
Nadie va a confundir The Outer Worlds con un Dishonored, pero el sigilo funciona bastante bien y ofrece una mecánica original que por primera vez hace que estos sistemas usen elementos de juego de rol. Al terminar el primer mapa tenemos acceso a un objeto llamado la “capa holográfica”, que nos permite disfrazarnos y evitar a los guardias de seguridad en zonas restringidas – pero la capa tiene sus limitaciones, y si los guardias nos descubren tendremos que recurrir al diálogo (o a un breve combate) para salvar nuestras vidas. Esta mecánica sólo se puede usar tres veces, así que siempre hay tensión a la hora de explorar zonas prohibidas.
Pero la verdadera sorpresa es el combate, mucho más flexible que en cualquier otro juego del género. La variedad de armas es enorme (y las opciones de personalización muy extensas), y cada una se siente distinta, con una sensación de peso y consistencia digna de un buen FPS. La inteligencia artificial hace que tengamos que pensar bien las batallas campales, y nuestros compañeros (por una vez) resultan ser mucho más que carne de cañón. El clásico VATS se reemplaza por un sistema que ralentiza la acción a lo Max Payne, dándonos una amplia ventana para apuntar, pero agotándose de inmediato cuando disparamos.
Las misiones en sí no son particularmente originales. Rescatar prisioneros, buscar objetos en ruinas, activar switches… pero al menos hay un esfuerzo real de que cada uno de estos simples objetivos enriquezca la construcción del mundo. Es una forma de ver el impacto humano de esta vida bajo el pulgar de las corporaciones, y aún las metas más banales nos dan algún que otro momento gracioso – al punto de que me da la sensación de que la gente de Obsidian ha estado jugando la eternamente inventiva serie Yakuza.
Es una pena que a pesar del trabajo inimitable de construcción de mundo que nos suele regalar Obsidian, los personajes principales sean tan poco interesantes. Cuando cada líder de facción y compañero de viaje tiene que representar una filosofía de vida, o una forma de sobrevivir en la distopía, se pierde la individualidad, el placer arbitrario de crear un personaje interesante porque sí. Cuando la prioridad de un guionista está en las ideas que quiere transmitir, es fácil que los personajes terminen siendo símbolos y dejen de sentirse como personas.
Los compañeros de aventura en The Outer Worlds son más importantes que en los juegos de Bethesda y que en New Vegas, y es el aspecto en el que Obsidian más se acerca a BioWare, sumando hasta “misiones de lealtad” al estilo de Mass Effect. La tripulación de la “Falible” (gran traducción de “Unreliable”) está inspirada en la de la serie “Firefly”, pero esta colección de arquetipos trillados no tiene nada que hacer frente a los canallas de la Serenity o los inolvidables habitantes de la Normandy.
Tenemos a la mecánica melancólica y enamoradiza, una fotocopia de la Kaylee de “Firefly”, que en este caso solo resulta tolerable gracias a otra milagrosa actuación de voz de Ashly Burch (Chloe de Life is Strange, Aloy de Horizon: Zero Dawn). Hay una mercenaria que se hace la dura pero tiene el corazón de oro. Una pirata que se hace la dura pero tiene el corazón de oro. Un personaje que no voy a revelar porque es un ligero spoiler, pero no creas que no tiene el corazón de oro. Hasta hay un robot simpático. De cada uno de ellos te vas a olvidar ni bien apagues el juego.
Es raro que en una historia que exalta al hombre común por sobre a las poderosas corporaciones los personajes más interesantes resulten ser los cabecillas de rebeliones, enclaves y empresas. En esta especie de Game of Thrones corporativo descubrimos rivalidades, secretos y traiciones que exploran un concepto fascinante: si cada corporación y cada facción rebelde tiene una ideología férrea, ¿qué pasa cuando los que tienen que poner en práctica esas ideas son tan sólo humanos?
En segundo plano se explora un hilo temático que se repite en la historia de cada uno de los compañeros, y que gira alrededor de las relaciones entre padres e hijos. La historia llega a sugerir que nuestra dependencia en este entorno corporativo que infantiliza al consumidor tanto como al trabajador solo puede nacer cuando los lazos familiares se rompen. Mamá y papá pueden estar ausentes, pero Disney siempre te va a abrazar. La idea de la corporación paternalista/maternalista es fascinante, y aunque el juego nunca lo hace explícito, se nota que la crítica va mucho más allá de la simple parodia del presente.
Quizás la mayor paradoja de The Outer Worlds es que sus ideas están mejor exploradas en las tangentes (misiones paralelas, conversaciones opcionales, terminales de datos) que en la historia principal, sin duda el aspecto más decepcionante de un juego que se siente un poco más corto de lo que debería ser. Mi primera pasada (en la que hice cada una de las misiones paralelas que se cruzó en mi camino) me duró un poco más de 20 horas, y la estructura me resultó bastante más lineal de lo que esperaba.
(NOTA: en los próximos párrafos voy a hablar de la historia, sin comentar giros específicos que se puedan considerar como “spoilers”. Aún así, si no querés saber detalles sobre la estructura de cada acto, podés saltear hasta la conclusión.)
El juego está dividido en tres actos de más o menos 7 horas cada uno. El primero es excelente, un western espacial que presenta un conflicto muy claro entre una ciudad comprometida con una de las corporaciones y un grupo de rebeldes que prefiere crear su propia sociedad. Tiene varios finales posibles, y ninguno de ellos es ideal – cada posible resolución gotea ambigüedad.
Al terminar el primer acto podemos viajar entre un par de planetas, ganando acceso a una serie de nuevos mapas pequeños, y finalmente uno más extenso, en el que vivimos… un western espacial que presenta un conflicto muy claro entre una ciudad comprometida con una de las corporaciones y un grupo de rebeldes que prefiere crear su propia sociedad. Por supuesto, hay diferencias entre este conflicto y el anterior, pero es difícil no sentir que es más de lo mismo.
También es en este momento en que el planteo ideológico de la historia se embarra un poco. Caer una y otra vez en la idea de “western espacial” hace que, como muchas otras obras de este subgénero, necesite inventar una raza para reemplazar a la amenaza de frontera que en el western clásico representaba una concepción profundamente racista de los nativos americanos. Pero mientras Star Trek trataba de humanizar a sus klingons y los “reavers” de Firefly eran un producto del propio colonialismo espacial, The Outer Worlds tiene a los “merodeadores” (marauders), humanoides que no tienen cultura ni sociedad, solamente se reúnen alrededor de campamentos, disparan y mueren – un recurso barato en un juego que en otros aspectos sorprende por su capacidad de repensar clichés del RPG.
Caer en la estructura narrativa clásica de un Fallout (un extraño llega a solucionar los problemas de una sociedad entera) también demuestra lo endeble del planteo narrativo de este posible primer juego en una franquicia. La tragedia de Alción es que dos naves partieron a colonizar el sistema, la “Esperanza” en la que viajaban las élites culturales (científicos, ingenieros, artistas) y la “Quebradora” en la que viajaba… el resto. La Quebradora llegó, la Esperanza se perdió, y en esta segunda parte queda la incómoda sensación de que el juego está diciendo que un viajero de la Esperanza es un agente de cambio más poderoso que toda la masa proletaria que llegó en la otra nave.
Por suerte The Outer Worlds levanta mucho en su último tercio. El mapa estelar se abre por completo y las relaciones con cada una de las facciones y corporaciones empiezan a mostrar sus consecuencias, para bien o para mal, y decisiones que parecían las correctas en el momento dejan secuelas irreversibles en cada planeta. Las últimas áreas que se revelan son tan interesantes que dan ganas de que el juego se extienda al menos 10 horitas más.
Porque quizás esas 10 horitas hubiesen logrado que el final sea un poco más satisfactorio. Mi personaje era un conciliador, que trataba de resolver conflictos con la menor cantidad posible de muertes, lo que supongo me llevó por el camino moralmente “bueno” del juego, y por un final elaborado pero desabrido, casi genérico. De repente la historia me pidió que empiece a ver mi tripulación como una familia, y que me comprometa con una misión estilo Star Wars que parecía el intento de Obsidian de dar un final emocionante a un juego que hasta ese punto había evitado esos facilismos.
Es que estos mundos expansivos son monstruos difíciles de coordinar. Caminos cruzados, misiones incompatibles, personajes que tienen que reaccionar a cada decisión. Es lógico que haya una estructura que busque evitar el caos, pero lo que realmente me llamó la atención es la diferencia de tono, algo que contribuyó al tedio que me causó el segundo acto y a la vez me reconectó con sus ideas en sus últimas horas.
Si la primera sección, ese pueblito en crisis, tiene el sentido del humor humanista de Douglas Adams (“Los Autoestopistas Galácticos”), la segunda se juega por el humor adolescente y grotesco de la serie Borderlands – hasta la ambientación desértica tienen en común. Lo que hace a la tercera tan satisfactoria es la forma en que la sátira social se carga de un humor negro, ácido, feroz, más cerca de la ya nombrada “Brazil” o de los libros de J.G. Ballard (“Crash”, “Rascacielos”).
Inmediatamente después de terminar The Outer Worlds volví a empezarlo con un personaje que estaba en las antípodas morales del anterior. Un manipulador que sólo estaba interesado en sus ganancias y que a la primera oportunidad buscó traicionar a su aliado más importante. La decepción fue enorme cuando me di cuenta que al hacer esto… básicamente iba a terminar repitiendo variantes de las mismas misiones, en los mismos lugares. Con los mismos objetivos pero con justificaciones pobrísimas, casi como si Obsidian supiera que un porcentaje mínimo elige el camino nihilista y que pocos lo van a jugar dos veces.
En una de las entrevistas previas al lanzamiento del juego, el diseñador Brian Heins comentó entusiasmado que, si quiere, el jugador puede matar a absolutamente todos los personajes del juego y aún así terminarlo. Esto efectivamente es así. No maté a todos y cada uno de los personajes, pero sí probé exterminar un planeta entero antes de hablar con nadie y la solución de Obsidian es que los objetivos que se hacen imposibles simplemente vayan desapareciendo. Un par de barritas suben y bajan de valor, alguno de nuestros compañeros hace un comentario. Pasamos a lo próximo.
Es anticlimático, y por lo tanto uno de los muchos aspectos de The Outer Worlds que funciona mejor en la teoría que en la práctica. El mundo técnicamente no se rompe, pero tampoco reacciona de una forma coherente a nuestro genocidio y por lo tanto cualquier fantasía de inmersión se desvanece. Y es que algo no esté roto no significa que funcione… ¿qué valor real tienen mil caminos posibles cuando el jugador va a recorrer uno solo?
Son muchos los momentos en que The Outer Worlds se siente como un ejercicio de diseño, un desafío del que los diseñadores salen airosos sin tener en cuenta que este arenero sacrifica aspectos esenciales de la experiencia. Es un juego que mantiene siempre cierta distancia con el jugador, y por lo tanto sus placeres terminan siendo más intelectuales que emocionales.
Pero qué placeres. De mi viaje por los Mundos Externos me llevo varias postales. Una gigantesca máquina de terraforma que vampiriza un planetoide en vivo y en directo. Una conversación sobre el verdadero sentido de la moral con un sacerdote que ha perdido la fé. Un descenso literal a los infiernos que convierte la parodia de ciencia ficción en algo desgarrador. Los puntos más altos de The Outer Worlds están a la altura de cualquier juego del género pero sus ideas tienen fuerza propia, y demuestran un potencial infinito de este universo a futuro.
THE OUTER WORLDS
Jugué The Outer Worlds a lo largo de 30 horas en PlayStation 4 Pro. Mi primera pasada (jugando un personaje “bueno”) duró unas 22, con varias sidequests y terminando la historia en nivel 30 (el más alto). Empecé un segundo personaje (en este caso “malo”) y jugué gran parte de la historia principal en 8 horas – en modo fácil y salteando cinemáticas y conversaciones, para ver las diferencias que había entre los dos modos. En las 30 horas de juego no tuve un solo problema técnico. El juego fue provisto por el desarrollador.