No falla, todos los años, entre sus nominadas a Mejor Película, la Academia de Hollywood “debe” incluir esa historia de vida, genérica pero cargada de moralina que, casi siempre, esconde una ideología bastante opuesta. Pensemos en películas como “Vidas Cruzadas” (Crash, 2004) o la comparación más directa (e irrisoria) en este caso: “Conduciendo a Miss Daisy” (Driving Miss Daisy, 1989). Esta temporada le toca a “Green Book: Una Amistad Sin Fronteras” (Green Book, 2018), basada en hechos reales… y en un solo punto de vista.
Peter Farrelly, la mitad de los hermanos que nos dieron “Tonto y Retonto” (Dumb and Dumber, 1994) y su secuela, “Loco por Mary” (There’s Something About Mary, 1998) y “Los Tres Chiflados” (The Three Stooges, 2012) se corta solito para esta dramedia biográfica ambientada en 1962, y centrada en la figura de Tony ‘Tony Lip’ Vallelonga (Viggo Mortensen), patovica ítalo-americano de Brooklyn , que siempre anda en busca de nuevos empleos y oportunidades para mantener a su esposa Dolores (Linda Cardellini) y a sus dos hijos. Cuando el club nocturno donde trabaja cierra por tiempo indeterminado, a Tony se le presenta una gran oferta de trabajo que no encaja del todo con sus “convicciones”.
Vamos a ser directos y decir que Vallelonga y sus allegados tienen serios problemas con los afrodescendientes, y no ve con muy buenos ojos la posibilidad de convertirse en el chofer y asistente personal del doctor Don Shirley (Mahershala Ali), un refinado pianista de música clásica que está a punto de salir de gira con su trío, por varias ciudades del Sur Norteamericano.
Dijimos que estamos en 1962, y a pesar de que Shirley vive con todos los lujos y libertades en su coqueto departamento sobre el Carnegie Hall de Manhattan, gran parte de los Estados Unidos todavía se aferra a la segregación racial y al maltrato. Pero el artista tiene algo para demostrar y no piensa amilanarse por algunos odios. La paga es generosa y a pesar de sus recelos Tony acepta el empleo y las responsabilidades de conducir junto a un hombre de color por aquellas zonas donde no son bienvenidos.
El título de esta historia “inspiradora” hace referencia al horrendo “The Negro Motorist Green Book”, una guía ‘turística’ para viajar seguros por la América racista, donde se marcan aquellos establecimientos de dudosa categoría que sólo pueden hospedar a los afroamericanos. Esta es la norma que debe seguir Vallelonga, de acuerdo a los ejecutivos de la disquera que auspician la gira de Shirley, aunque el Doc no siempre esté de acuerdo.
“Green Book” es básicamente una road movie que sirve como excusa para que estos dos personajes tan diferentes se conecten, buscando sus puntos en común y limando esas asperezas iniciales, siempre ligadas a sus entornos, actitudes, ideales y estilos de vida tan disimiles. Farrelly, el guionista Brian Hayes Currie y Nick Vallelonga –hijo de Tony, quien aportó cartas y entrevistas junto a su papá- le dan forma a un relato que intenta mostrar la sensibilidad en el cambio de roles porque acá “el bruto es el blanquito y el negro se las hace de culto”. Una amistad que se cultiva a lo largo de los días, las semanas y los meses, y a medida que ambos experimentan las injusticias en carne propia. Sí, Tony y Don son de mundos diferentes, pero con el paso del tiempo abrazan la idiosincrasia del otro y aprenden a respetarse mutuamente.
“Un canto a la vida” que nos invita a reflexionar sobre nuestra propia naturaleza y cómo juzgamos a los demás. Un mensaje tan bonito como genérico, al igual que la película de Farrelly que, inevitablemente, siempre se para del lado que mejor conoce (el del hombre blanco privilegiado), poniendo el acento (y el único punto de vista) en un personaje estereotipado –perdón Viggo- que pasa gran parte de su tiempo enseñándole a un negro como ser mejor negro.
Shirley no escucha (ni interpreta) la típica música de “los de su clase”, es ajeno a sus comidas distintivas y, en muchos casos, sus tradiciones. Es la vida que eligió y, al parecer, no está del todo bien porque Vallelonga viene al rescate con su pollo frito engrasado y sus canciones de jazz. Esta es la manera que tiene “Green Book” de conectar a sus protagonistas, y mientras Lip levanta los puños para defender a su cliente –la única manera que conoce-, el Doc se resguarda en sus ideales y sus conexiones políticas, sin darse cuenta que, a veces, él es el privilegiado. Mentira.
Este es el falso mensaje de la película, porque acá no importan su buena dicción, o sus modales y cultura; ante los ojos de los blancos ricos del Sur, Shirley sigue siendo un afroamericano con talento que, después de cada concierto, debe volver a una mugrienta habitación sólo apta para “los de su clase”.
“Green Book: Una Amistad Sin Fronteras” es, ante todo, una película correcta de esas que aman los vejestorios de la Academia: correcta desde la dirección y sus actuaciones (aunque tanto estereotipo molesta); correcta desde su narrativa y aspecto visual; y desde sus mensajes políticos, aunque estén un poco distorsionados. Farrelly se hace eco del racismo con la misma sensibilidad que en sus comedias zarpaditas. No, no vamos a pedirle contundencia como la de Spike Lee en “Infiltrado del KKKlan” (BlacKkKlansman, 2018), pero como se suele decir, una historia siempre tiene dos lados, y acá –a pesar de los hechos reales y las controversias que surgieron- se olvida de uno fundamental.