Chiwetel Ejiofor -el Mordo de “Doctor Strange” (2016), por si no lo ubican- hace su debut tras las cámaras con una historia basada en hechos reales de esas que nos levantan el espíritu, casi tanto como nos deprimen. “El Niño que Domó el Viento” (The Boy Who Harnessed the Wind, 2019) tuvo su estreno en el pasado Festival de Cine de Sundance y saltó a la pantalla de Netflix como ya es bastante común con este tipo de producciones chiquitas e independientes que intentan legar a un público más amplio.
Ejiofor dirige, escribe y protagoniza basado en las propias memorias de William Kamkwamba y Bryan Mealer, la historia del primero, un jovencito de Kasungu (Malawi), de apenas 13 años, obsesionado con la construcción de un molino de viento para salvar a su familia y a su aldea del hambre, allá por el año 2001. Los Kamkwamba son granjeros sometidos a las inclemencias del clima: las lluvias que arruinan los cultivos o las sequías que no permiten que crezcan. La tala indiscriminada de árboles no ayuda a los habitantes de la zona que empiezan a vender sus tierras en busca de una vida mejor.
Esta no es una opción para Trywell Kamkwamba (Ejiofor) y su familia, atrapados entre las viejas tradiciones de la aldea y la modernidad que les es un poco esquiva, no porque no la quieran abrazar, sino porque no pueden acceder a ningún tipo de tecnología. William (el debutante Maxwell Simba) pasa sus días entre los campos y el arreglo de radios para sus conocidos, pero su mente curiosa se enciende cuando empieza a ir a la escuela. Lamentablemente, una vez que llegan los problemas de la cosecha, papá y mamá ya no pueden pagar la matrícula del colegio, lo que no impide que el chico siga encaprichado con una idea robada de una revista de la biblioteca: un molino de viento.
El basurero local le brinda algunas partes y elementos electrónicos descartados, necesarios para su proyecto, pero William va a requerir mucho más para hacer realidad sus sueños: un poquito de apoyo por parte de su familia y la convicción de su papá, demasiado preocupado en salvar la cosecha y alimentar a sus seres queridos. No lo podemos culpar. Las condiciones son todas desfavorables, el clima político local no ayuda, los precios internacionales se desplomaron después del atentado del 11 de septiembre de 2001, y la sequía augura una de las peores hambrunas que haya sufrido la zona.
“El Niño que Domó el Viento” toma como eje central la ‘aventura’ de William para hacerse eco de todos estos problemas que atraviesa una gran parte del mundo (que solemos ignorar consciente e inconscientemente) y las condiciones en las que se crió (hoy) este ingeniero que sigue abogando para ayudar a los que más lo necesitan. Es fácil hablar de “innovadores” como Steve Jobs o Bill Gates, tan arraigados en su privilegio de hombres blancos con muchos recursos a la mano, pero no de un nene africano que, en cierto punto, debe decidir cuál de las cuatro comidas del día prefiere ya que sus padres sólo pueden asegurarle una.
Por ahí viene la cuestión de esta historia tan parecida a tantas otras como “Reina de Katwe” (Queen of Katwe, 2016), pero necesaria, que igual debe ser celebrada aunque caiga en generalidades narrativas. Ejiofor filma en locaciones reales y mezcla el idioma inglés con el chichewa, dándoles a su ópera prima una autenticidad, naturalidad y emotividad que se agradecen y conmueven.
“El Niño que Domó el Viento” es una película bien contada, filmada y actuada (en especial esa dupla de padre e hijo), pero no por ello se destaca cinematográficamente. Su valor pasa por otro lado: abrir nuestros ojos y cabecitas hacia otras culturas y sus costumbres, agradecer ese lugar que nos tocó socialmente, y descubrir que los grandes logros poco y nada tienen que ver con lo grandilocuente. A veces, algo tan simple como un molino de viento puede salvar vidas, literalmente; pequeñas acciones que vienen de la mano de la perseverancia, la confianza en uno mismo y la inventiva de un nene de 13 años dispuesto a aprender, incluso, en las peores circunstancias.