Todo artista (sea de la disciplina que sea) siente, en algún momento de su vida y su carrera, la necesidad de exteriorizar su propia historia, sus influencias y esas experiencias que lo convirtieron en lo que es, consciente o inconscientemente. Pedro Almodóvar lo fue haciendo con destellos a lo largo de casi toda su filmografía, pero ninguna de sus películas se siente tan personal y particular como “Dolor y Gloria” (2019), que acaba de pasar por la competencia oficial del Festival de Cine de Cannes, recolectando premios a Mejor Actor para Antonio Banderas y Mejor Banda Sonora para Alberto Iglesias.
No alcanzan los halagos cuando se trata de la historia de Salvador Mallo (Banderas), reconocido y aclamado realizador cinematográfico que, debido a varias dolencias físicas (pero también psicológicas), no siente los impulsos de volver a plantarse detrás de las cámaras por el momento. Sus días pasan en soledad y oscuridad -para hacerle frente a las migrañas-, pero también en retrospección, cuando los recuerdos de la infancia y la juventud llegan desordenados para acompañarlo. Así, entre flashes, vamos descubriendo su niñez en Paterna (Valencia), su relación con su madre Jacinta (Penélope Cruz), su acercamiento y enamoramiento por el séptimo arte, su prodigio para la escritura y la música, su desdén por la iglesia.
De a poco, podemos ir descifrando a ese pequeño (interpretado por Asier Flores) que hoy enfrenta sus seis décadas con muchos miedos, fobias y ganas de enmendar algunos errores cuando la filmoteca de Madrid viene a ofrecerle una función especial con el reestreno de su primera película, “Sabor”. El problema es que Mallo no se habla con su protagonista, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), desde hace más de treinta años, una falta que quiere subsanar en medio de este “viejazo” que atraviesa.
El reencuentro sorprende a los dos hombres, abre algunas heridas y rencores, pero también nuevas experiencias para Salvador que, después de evitarlo por muchos años (de ahí las diferencias con el actor), decide sumergirse en el mundo de las drogas pesadas (hablamos de heroína), un poco para mitigar sus dolores y otro tanto para entender este trance adormecedor que provocó más de un conflicto con su primer gran amor, en una Madrid desbordada en la década del ochenta. Mallo se rehúsa a compartir sus escritos, hermosas piezas que recopilan estos momentos de su vida y funcionan como cable a tierra, pero de apoco va cediendo, dejando que Crespo convierta una de ellas en un dramático unipersonal teatral que va a seguir extendiendo las brechas entre el pasado y el presente.
“Dolor y Gloria” es una de las películas más sinceras y directas del realizador español. Claro que mantiene su sello personal y su atención a cada uno de los detalles que componen el cuadro (los colores, la música, la puesta en escena, la posición de la cámara), pero hay algo que se da y nos llega de manera más natural, que se aleja de sus artificios, (melo)dramatismos y extravagancias más frecuentes. Imposible determinar cuánto hay de autorreferencial en cada una de estas imágenes, pero como Mulder, queremos creer, y aceptar que el realizador atravesó gran parte de esta vida fascinante
La palabra que utiliza el realizador para definir esta obra es “autoficción”, un relato que va mezclando hechos reales y ficticios, creando un hermoso entramado, imposible de desenmarañar, posiblemente, incluso para él mismo. Y quien mejor que Antonio Banderas para convertirse en su alter ego, un personaje que jamás exagera sus padecimientos, ni se convierte en víctima de su propia historia. Una que se guarda una última sorpresa bajo la manga, que termina llenando cualquier alma y corazón cinéfilo.
Banderas y Cruz están en su mejor elemento cuando trabajan bajo las órdenes de Almodóvar. Lo de Etxeandia es un gran hallazgo (tiene una carrera más prominente en la pantalla chica), y siempre se disfruta la presencia de Cecilia Roth (¿haciendo de sí misma?) y un Leonardo Sbaraglia que viene a arrancarnos lágrimas y suspiros. A Pedro no se le escapa nada, ni los contrastes entre las callecitas de la actual Madrid y los paisajes de la infancia del protagonista en la década del sesenta, hasta su incondicional apoyo a la causa feminista, una lucha que se potenció tras “El caso de la Manada”.
Todo está ahí y confluye de manera perfecta entre el drama, el humor y todo lo que está en medio (¿lo agridulce?), porque “Dolor y Gloria” juega con los matices y nunca con los extremos, como otros films del director.
Se puede pensar esta película como la “Roma” (2018) de Almodóvar, aunque igual hay un abismo entre ambas obras y sus realizadores, pero es la personalidad y la autenticidad que se desprende, lo que más atrae y conmueve de esta historia.