Sin dudas, hay una clara ganadora en cuanto a mejores miniseries durante esta primera mitad del año. “Chernobyl” supo entregar cinco episodios más que perfectos, para contar el desastre de la planta nuclear de Prípiat y sus secuelas, desde un lado tan terrorífico como humano pero, sobre todo, en el contexto político de una Unión Soviética arraigada a un sistema cruel que se niega a aceptar sus propias fallas y, por consiguiente, a actuar según las consecuencias. La historia de Chernóbil es la historia de la humanidad, la de los errores humanos que se acumulan antes de una catástrofe imposible de evitar porque supera y se extiende más allá del accidente en sí. Hablamos de política, burocracia, poder, subordinación, verdades, mentiras, humillación… una cadena de acciones y reacciones que puede aplicarse al hundimiento del Titanic, la tragedia de Once, o el derrumbe de una obra en construcción que no distingue entre culpables e inocentes.
“Vichnaya Pamyat” no sólo resume los acontecimientos previos a la explosión del reactor nuclear de la central Vladímir Ilich Lenin, nos obliga a reflexionar sobre la ciencia, el deber y la naturaleza humana (¿o es la estupidez?), que muchas veces elige prioridades equivocadas. Atrás quedó el accidente y los heroicos esfuerzos de miles y miles de hombres y mujeres para evitar (lo mejor posible) la propagación radioactiva más allá de la zona de exclusión y aledaños. El núcleo expuesto ya puede sepultarse, pero no el problema latente que enfrenta la U.R.S.S. ante el mundo y la comunidad científica, por sobre todas las cosas.
La última vez que los vimos, Valery Legasov, Boris Shcherbina y Ulana Khomyuk discutían sobre sus lealtades y responsabilidad, ante las inminentes declaraciones que el primero debía hacer en Viena. A Legasov le gana el miedo y decide contar “una” verdad, no “la” verdad, acción recompensada por sus camaradas. Pero todavía queda la instancia del juicio a Anatoly Dyatlov, Victor Bryukhanov y Nikolai Fomin, una suerte de pantomima bien ensayada para que el mundo tenga algunos culpables para acusar con el dedo. Ojo, los hombres sí son culpables, pero también parte de una maquinaria burocrática y una serie de tapaderas que se extienden, por lo menos, una década atrás.
Como bien venía planteando la minuciosa investigación de Khomyuk, estos problemas con el reactor RBMK y el famoso botón de AZ-5, ya habían ocurrido y se habían censurado a los ojos de la comunidad científica local. Por eso, lo inexplicable (la explosión del mismo reactor) llega a ocurrir, justamente, porque el comando diseñado para abortar cualquier anomalía, acá se convierte en el detonador (literal) del estallido. Tanto Ulana como Boris tienen la oportunidad de decir sus verdades a medias durante la audiencia, pero es Valery el que puede lograr un cambio efectivo de actitud si decide llamar las cosas por su nombre
Nada de lo que se diga en el transcurso de este juicio va a minimizar el desastre y sus consecuencias, pero sí puede evitar otras tragedias, ya que en la U.R.S.S. quedan varios RBMK funcionando con las mismas fallas a cuestas. Esta es la diferencia que debe hacer el trío, ahora ante los testigos y científicos invitados, a riesgo de sufrir las consecuencias políticas de no seguir los lineamientos (y las mentiras) establecidos por el gobierno de antemano.
Johan Renck y Craig Mazin convierten a “Vichnaya Pamyat” (algo así como recuerdo eterno) en un drama legal cargado de tensión (cuando no) que se mete, primero, en las horas previas al desastre, donde la vida avanza ignorante por las calles de Prípiat, y donde Dyatlov, Bryukhanov y Fomin deciden acelerar las cosas y llevar a cabo un experimento de “rutina”, necesario para conseguir el esperado ascenso, entre otras cosas. El mismo experimento que termina detonando la explosión del reactor número cuatro y causando una de las tragedias ambientales más grandes de todos los tiempos.
Estos tres hombres trajeados y mal dormidos son los que terminan resolviendo el final de Chernóbil, una ciudad inhabitable hasta la fecha. Esto es lo que debe asegurar el testimonio de Legasov, quien decide finalmente analizar su consciencia y expresar el nivel de impunidad y desidia que rodea este accidente, y que sobrepasa la culpa de los tres acusados. Un conjunto de variables que iban a colisionar tarde o temprano en suelo soviético.
El último episodio de “Chernobyl” es una clase de ciencia, de ética y de actuación magistral para Jared Harris. Los realizadores logran captar nuestra atención a pesar de los complicados términos y materiales que se nombran, y los procedimientos que se llevaron a cabo ese fatídico 26 de abril de 1986. Acá, la impotencia es la principal protagonista. Otra vez el horror se presenta ante nuestros ojos desde una perspectiva diferente, y el impacto vuelve a ser el mismo, demostrando la maestría conjunta del guión de Mazi, la cámara de Renck y la banda sonora de Hildur Guðnadóttir, indispensable para acompañar los climas de suspenso que se generan minuto a minuto, ya sea en la sala del tribunal o en la de los controles de la central nuclear, las horas y minutos previos a la explosión.
“La verdad no se preocupa por nuestras necesidades o deseos, no se preocupa por nuestros gobiernos, nuestras ideologías, nuestras religiones, por esperar todo el tiempo. Este, al final, es el regalo de Chernóbil. Donde una vez temería el costo de la verdad, ahora sólo pregunto cuál es el costo de las mentiras”, finaliza Legasov al dar su testimonio, entendiendo las repercusiones que se vendrán, pero también que puede hacer una diferencia en el aquí y ahora.
La verdad, y el resto de la historia nos dicen lo contrario, porque a diferencia de la ficción, “Chernobyl” no tienen un final tan feliz si la negación sigue siendo una moneda corriente. La Unión Soviética pagó el precio de esta tragedia, pero nunca admitió las verdaderas secuelas del desastre, tanto así que Rusia y Ucrania no tardaron en demostrar su disgusto ante la producción de HBO, dispuestos a contar su versión de los hechos, con sabotaje de la CIA incluido. Esto, al final, es lo de menos cuando día a día, en nuestra sociedad, somos testigos de ese “costo de las mentiras” del que tanto habla Valery.